El nuevo problema sin nombre

Este artículo fue originalmente publicado en el suplemento de economía de la diaria.

Ilustración: Luciana Peinado

En 1963, Betty Friedman escribió sobre las mujeres con estudios universitarios que se sentían frustradas como madres que se quedaban en casa, señalando que su problema “no tiene nombre”. Casi sesenta años después, las licenciadas universitarias están en gran medida en la carrera profesional, pero sus ingresos y ascensos -en relación con los de los hombres con los que se licenciaron- siguen haciéndoles parecer que se les ha apartado. Ellas también tienen un “problema sin nombre”. Pero su problema tiene muchos nombres: discriminación sexual, discriminación por género, techo de cristalmommy trackleaning out1… elige el que quieras. Y el problema parece tener soluciones inmediatas. Debemos enseñar a las mujeres a ser más competitivas y a negociar mejor. Hay que denunciar los prejuicios implícitos de los directivos. El gobierno debería imponer mandatos de paridad de género en los consejos de administración de las empresas y hacer cumplir la doctrina de igual salario por igual trabajo.

Las mujeres de Estados Unidos y de otros países claman cada vez con más fuerza por una respuesta de este tipo. Sus preocupaciones salpican los titulares nacionales (y las tapas de los libros). ¿Necesitan más empuje? ¿Necesitan más lean in?2 ¿Por qué las mujeres no pueden ascender en la empresa a la misma velocidad que los hombres? ¿Por qué no se las remunera al nivel que merecen por su experiencia y antigüedad?

Otras dudas más privadas acechan a muchas mujeres, dudas que comparten en sus relaciones íntimas o que quedan relegadas a conversaciones privadas con amigos íntimos. ¿Deberías salir con alguien cuya carrera te consuma tanto tiempo como la tuya? ¿Deberías posponer tener una familia, aunque estés segura de quererla? ¿Deberías congelar tus óvulos si no tienes pareja a los treinta y cinco? ¿Estás dispuesta a renunciar a una carrera ambiciosa (tal vez una que has estado preparando desde la universidad) para criar a tus hijos? Si no lo estás, ¿quién preparará los almuerzos, recogerá a tu hijo del entrenamiento de natación y responderá a la llamada de la enfermera del colegio?

Las mujeres siguen sintiéndose menospreciadas. Se quedan atrás en sus carreras y ganan menos que sus maridos y colegas masculinos. Se les dice que sus problemas son cosa suya. No compiten con la suficiente agresividad ni negocian lo suficiente; no reclaman un sitio en la mesa y, cuando lo hacen, no piden lo suficiente. Pero a las mujeres también se les dice que sus problemas no son obra suya, incluso cuando los problemas son su perdición. Se aprovechan de ellas, las discriminan, las acosan y las excluyen del “club de los varones”.

Todos estos factores son reales. Pero ¿son la raíz del problema? ¿Son la causa de la gran diferencia salarial y profesional entre hombres y mujeres? Si todos ellos se solucionaran milagrosamente, ¿el mundo de las mujeres y los hombres, el mundo de las parejas y los padres jóvenes sería completamente diferente? ¿O estamos ante un “nuevo problema sin nombre”?

Convergencia de roles

De los muchos avances de la sociedad y la economía en el último siglo, el papel convergente de hombres y mujeres es uno de los más destacados. Se ha producido un estrechamiento entre hombres y mujeres en cuanto a la educación, cuidado no remunerado y resultados del mercado laboral. Estas partes de la gran convergencia de género ocupan varios capítulos metafóricos en la historia de los roles de género en la economía y la sociedad. Pero ¿qué debe haber en el último capítulo para que haya igualdad real?

La respuesta puede sorprender, según Goldin. La solución no pasa necesariamente por la intervención del Estado. No tiene que mejorar la capacidad de negociación de las mujeres ni su deseo de competir. Y no tiene por qué hacer a los hombres más responsables en el hogar (aunque no estaría de más). Pero debe implicar alteraciones en el mercado laboral, en particular cambiar cómo se estructuran y remuneran los trabajos para aumentar la flexibilidad temporal. Las diferencias salariales entre hombres y mujeres se reducirían considerablemente e incluso podrían desaparecer si las empresas no tuvieran incentivos para recompensar de forma desproporcionada a las personas que trabajan muchas horas y a las que trabajan determinadas horas. Este cambio ya se ha producido en varios sectores, pero no en los suficientes.

Career and Family: Women’s Century-Long Journey Toward Equity ofrece un relato detallado de la evolución histórica de los roles de género en Estados Unidos (el análisis es igualmente relevante para el público internacional) y su impacto en la vida profesional y personal de las mujeres.

Diferencias salariales entre hombres y mujeres

La pandemia amplió algunos problemas, aceleró otros y sacó a la luz otros tantos que llevaban enconándose mucho tiempo. Pero el tira y afloja entre los cuidados y el trabajo al que nos enfrentamos precedió en muchas décadas a esta catástrofe mundial. De hecho, el camino hacia la consecución, y luego el equilibrio, de la carrera profesional y la familia lleva en marcha más de un siglo.

Durante gran parte del siglo XX, la discriminación de la mujer fue un obstáculo importante para poder desarrollar una carrera profesional. Los documentos históricos de los años 30 a los 50 revelan indicios evidentes de prejuicios y discriminación en el empleo y los ingresos. Incluso durante el tenso mercado laboral de finales de la década de 1950, los representantes de las empresas afirmaban categóricamente: “No se contrata a madres de niños pequeños”, “No se anima a las mujeres casadas con […] bebés a que vuelvan a trabajar” y “El embarazo es causa de dimisión voluntaria [aunque] la empresa se alegra de que las mujeres vuelvan cuando los niños estén, quizás, en la escuela secundaria”.

Los obstáculos al matrimonio -leyes y políticas empresariales que restringían el empleo de las mujeres casadas- estuvieron muy extendidos hasta la década de 1940. Se transformaron en prohibiciones de embarazo y políticas de contratación que excluían a las mujeres con bebés y niños pequeños. Innumerables puestos de trabajo estaban restringidos por sexo, estado civil y, por supuesto, etnia. Actualmente, ya no se ven armas humeantes tan explícitas. Los datos muestran que la verdadera discriminación salarial y laboral, aunque importante, es relativamente pequeña. Esto no significa que muchas mujeres no sufran discriminación y prejuicios o que el acoso y la agresión sexual no existan en el lugar de trabajo.

Entonces, ¿por qué persisten las diferencias salariales cuando la igualdad de género en el trabajo parece estar por fin a nuestro alcance y en un momento en que hay más profesiones abiertas a las mujeres que nunca? ¿Reciben las mujeres un salario inferior por el mismo trabajo? En general, ya no tanto. La discriminación salarial en términos de ingresos desiguales por el mismo trabajo representa una pequeña fracción de la brecha salarial total. Hoy en día, el problema es otro.

Algunos atribuyen las diferencias salariales entre hombres y mujeres a la “segregación ocupacional”, es decir, a la idea de que las mujeres y los hombres se seleccionan a sí mismos, o son empujados, a determinadas profesiones estereotipadas en función del género (como enfermera frente a médico, maestra frente a profesor), y que esas profesiones elegidas se pagan de forma diferente. Los datos son algo distintos. En las casi quinientas profesiones que figuran en el censo de Estados Unidos, dos tercios de las diferencias salariales entre hombres y mujeres se deben a factores internos de cada profesión. Incluso si las ocupaciones de las mujeres siguieran la distribución masculina -si las mujeres fueran los médicos y los hombres las enfermeras- sólo se eliminaría, como mucho, un tercio de la diferencia de ingresos entre hombres y mujeres. Por lo tanto, sabemos empíricamente que la mayor parte de la diferencia salarial se debe a otras causas.

Los datos longitudinales permiten ver que nada más salir de la universidad, los salarios de hombres y mujeres son sorprendentemente similares. Hombres y mujeres empiezan casi en igualdad de condiciones. Tienen oportunidades muy similares, pero hacen elecciones algo diferentes.

No es hasta más adelante en sus vidas, unos diez años después de la graduación universitaria, cuando se hacen evidentes las grandes diferencias salariales entre hombres y mujeres. Trabajan en diferentes sectores del mercado, para diferentes empresas. Como era de esperar, estos cambios suelen comenzar uno o dos años después del nacimiento de un hijo y casi siempre repercuten negativamente en la carrera profesional de las mujeres.

La brecha salarial de género es el resultado de la brecha profesional. La brecha profesional está en la raíz de la desigualdad de pareja. Para comprender realmente lo que esto significa, tenemos que hacer un viaje a través del papel de la mujer en la economía estadounidense y considerar cómo se ha transformado a lo largo del último siglo.

La autora se centra en las mujeres universitarias, ya que son las que han tenido más oportunidades de conseguir una carrera profesional y su número lleva tiempo creciendo. Las mujeres, por supuesto, no siempre superaron a los hombres en número de licenciados universitarios. En 1980, la ventaja de los hombres se había evaporado. Desde entonces, cada año se gradúan más mujeres que hombres de licenciaturas. Y no sólo se gradúan en un número récord, sino que cada vez apuntan más alto. Ahora más que nunca, estas graduadas aspiran a obtener títulos de posgrado de primer nivel y a desarrollar carreras profesionales exigentes.

El tiempo es un gran ecualizador. Todos tenemos la misma cantidad y debemos tomar decisiones difíciles a la hora de repartirlo. El problema fundamental para las mujeres que intentan alcanzar el equilibrio entre una “carrera profesional de éxito” y una “familia feliz” son los conflictos de tiempo. Estas grandes decisiones sobre la distribución del tiempo de las mujeres universitarias comienzan en torno al momento en que obtienen su licenciatura y tienen consecuencias dinámicas.

En 1961, la píldora había sido inventada, aprobada por la FDA3 y adquirida por un gran número de mujeres casadas. La píldora proporcionó a las universitarias una nueva capacidad para planificar sus vidas y obviar la primera de las restricciones. Podían matricularse en estudios de posgrado que requerían mucho. El matrimonio y los hijos podían retrasarse el tiempo suficiente para que una mujer pudiera sentar las bases de una carrera profesional sostenible. Fue entonces cuando las cosas empezaron a cambiar radicalmente. A partir de 1970, la edad del primer matrimonio empezó a aumentar, y siguió subiendo año tras año.

Esquina de las calles Sarandí y Juncal, Ciudad Vieja, en la década de 1910.
Foto: CdF, s/d de autor

Para las mujeres que quieren tener una familia, esperar hasta los treinta y tantos años para tener su primer hijo es un obstáculo para tener éxito en la parte familiar. Sin embargo, las mujeres con estudios universitarios han conseguido vencer las probabilidades por diversos medios, incluido el uso de tecnologías de reproducción asistida. La proporción de mujeres con hijos ha aumentado sorprendentemente entre las que han cumplido recientemente los 45 años. El aumento de la tasa de natalidad no disminuye las frustraciones, la tristeza y el dolor físico de quienes lo intentaron y no lo consiguieron. Para las que sí lo consiguieron, no significa que puedan mantener sus carreras. El momento es brutal.

Aun con todas estas dificultades, muchas cosas han cambiado históricamente en sentido positivo, acercándonos a una mayor autoeficacia de las mujeres y a una mayor igualdad de género. Las mujeres controlan mejor su fertilidad. Se casan más tarde. Las mujeres son ahora la inmensa mayoría de los licenciados universitarios. Multitud de ellas acceden a programas profesionales y de posgrado y se gradúan entre las mejores de sus clases. Las mejores empresas, organizaciones y departamentos las contratan. ¿Qué ocurre, entonces?

Si la carrera de una mujer tiene posibilidades de prosperar y consigue tener hijos, surge el conflicto temporal definitivo. Los hijos requieren tiempo. Las carreras llevan tiempo. Ni siquiera las parejas más ricas pueden contratar todos los cuidados.

La limitación de tiempo fundamental es negociar quién estará de guardia en casa, es decir, quién dejará la oficina y estará en casa en caso de apuro. Ambos padres podrían estarlo. Esa equidad de pareja supondría el reparto definitivo al cincuenta por ciento. Pero ¿cuánto costaría a la familia? Mucho, una realidad de la que las parejas son ahora más conscientes que nunca.

¿El nuevo problema sin nombre? Los trabajos codiciosos

Los trabajos codiciosos hacen que las parejas con hijos u otras responsabilidades de cuidado salgan ganando si se especializan un poco. Esta especialización no significa volver a los cincuenta. Las mujeres seguirán ejerciendo carreras exigentes. Pero un miembro de la pareja estará de guardia en casa, listo para abandonar la oficina o el lugar de trabajo en cuanto se le avise. Una persona tendrá un puesto con una flexibilidad considerable y normalmente no se esperará que responda a un correo electrónico o a una llamada a las diez de la noche. El otro padre, sin embargo, estará de guardia en el trabajo y hará justo lo contrario. El impacto potencial en el ascenso y los ingresos es obvio.

Los empleos que exigen más horas de trabajo y menos flexibilidad se han pagado desproporcionadamente más, mientras que los ingresos en otros empleos se han estancado. Las mujeres han estado nadando contracorriente, aguantando el tirón, pero yendo contra una fuerte corriente de desigualdad endémica de ingresos. El trabajo codicioso también significa que se ha desechado, y se seguirá desechando, la equidad de pareja por el aumento de los ingresos familiares. Y cuando la equidad de pareja se tira por la ventana, la igualdad de género generalmente se va con ella, excepto entre las uniones del mismo sexo. Las normas de género que hemos heredado se refuerzan de muchas maneras para asignar a las madres una mayor responsabilidad en el cuidado de los hijos y a las hijas mayores una mayor responsabilidad en el cuidado de la familia.

Pensemos en un matrimonio: Isabel y Lucas (inspirado en una pareja que Goldin conoció hace varios años). Ambos se licenciaron en la misma universidad y más tarde obtuvieron idénticos títulos en tecnología de la información (TI). Luego fueron contratados por la misma empresa, a la que llamaremos InfoServices.

InfoServices les dio a elegir entre dos puestos. El primer puesto tiene un horario estándar y ofrece la posibilidad de flexibilidad en las horas de entrada y salida. El segundo tiene horas de guardia imprevisibles por la noche y los fines de semana, aunque el número total de horas anuales no aumenta necesariamente mucho. El segundo puesto se paga un 20% más, para atraer talento dispuesto a trabajar con horarios y días inciertos. También es el puesto a partir del cual InfoServices selecciona a sus directivos. Es el puesto “codicioso”, y tanto Isabel como Lucas optaron inicialmente por él. Igual de capaces e igual de libres de obligaciones externas, los dos pasaron unos años trabajando al mismo nivel y con el mismo sueldo.

Al final de la veintena, Isabel decidió que necesitaba más flexibilidad y espacio en su vida, para poder pasar más tiempo con su madre enferma. Se quedó en InfoServices, pero optó por un puesto que, aunque exigía el mismo número de horas, era más flexible en cuanto a las horas que había que trabajar. Era menos codicioso en sus exigencias y menos generoso en su remuneración.

Cuando la pareja decidió tener un hijo, al menos uno de los padres tenía que estar disponible de guardia. No podían trabajar los dos en el puesto que tenía Lucas, con su horario inflexible e imprevisible. Si lo hacían, ninguno de los dos estaría disponible en caso de que llamara la enfermera del colegio o la guardería del niño cerrara de repente en mitad del día. Si el puesto requería que estuvieran en la oficina los jueves exactamente a las once de la mañana, tendrían que limitarse a esperar que su hijo no se cayera del columpio a esa hora o que un familiar mayor no tuviera cita con el médico en ese momento.

Ambos podrían haber trabajado en el puesto de Isabel. Pero, sobre todo porque estaban planeando una familia, no podían permitirse esa decisión. Hacerlo significaría que cada uno renunciara a la cantidad de ingresos adicionales por semana que aportaba Lucas. Si querían compartir el cuidado de los niños al cincuenta por ciento, tenían que sopesar ese deseo con lo que les costaría. Podría ser mucho, lo suficientemente importante como para que tuvieran que sacrificar el ingreso de la pareja a cambio de unos mayores salarios familiares. Como ocurre con la mayoría de las parejas heterosexuales que esperan un hijo, Isabel se quedó en la posición flexible mientras que Lucas se quedó en la más codiciosa.

Lucas siguió ganando más que Isabel, y la diferencia de ingresos no hizo más que aumentar después de tener hijos. Él consiguió los ascensos; ella, no. Para otras parejas en puestos similares, la diferencia salarial podría aumentar aún más antes de tener hijos, ya que las parejas que planean formar una familia suelen trasladarse para optimizar las posibilidades de empleo, sobre todo las del marido. Esta es una gran parte de las razones por las que la diferencia salarial entre hombres y mujeres sigue siendo sustancial.

Elegir horarios largos y exigentes está bien para las mujeres que acaban de salir de la universidad y para las que tienen menos responsabilidades domésticas. Pero cuando llega el bebé, las prioridades cambian. Los cuidados primarios consumen mucho tiempo y, de repente, las mujeres están de guardia en casa. Para estar más disponibles para sus familias, deben estar menos disponibles para sus jefes y clientes. En consecuencia, tienden a reducir el horario o a aceptar empleos en sectores del mercado que ofrecen más flexibilidad, y ganan mucho menos. Estas responsabilidades se reducen a medida que los hijos crecen y se hacen más independientes, y los ingresos de las mujeres aumentan en relación con los de los hombres en esos momentos. Pero otras exigencias familiares suelen aparecer algo más tarde en la vida, sustituyendo a las menores exigencias de los hijos.

La historia de Isabel y Lucas no es inusual. Cuando los licenciados universitarios encuentran pareja y empiezan a planificar una familia, se enfrentan a la disyuntiva de elegir entre un matrimonio de iguales o un matrimonio con más dinero.

Y, entonces, ¿qué debe contener el último capítulo?

Al principio del viaje en el que nos pilotea Goldin, cuando había enormes diferencias entre la educación de hombres y mujeres y cuando llevar una casa requería mucho más tiempo y trabajo, nadie podía imaginar cuáles serían los últimos impedimentos para la igualdad de condiciones: la estructura del trabajo y nuestras instituciones de cuidados.

Cada generación de mujeres del siglo XX dio un paso más en este camino, mientras una serie de avances en el hogar, la empresa, la educación y la anticoncepción allanaban el camino para este progreso. Cada generación amplió sus horizontes, aprendiendo de los éxitos y fracasos de la generación precedente y dejando lecciones para la siguiente oleada de mujeres. Cada generación pasó el bastón a la siguiente. El viaje nos ha llevado de la disyuntiva de tener una familia o una carrera a la posibilidad de tener una carrera y una familia. También ha sido un viaje hacia una mayor igualdad salarial y de pareja. Es una progresión complicada y polifacética que sigue desarrollándose.

Aunque hemos alcanzado una era de igualdad sin precedentes entre hombres y mujeres en lo económico, en cierto modo seguimos viviendo en la Edad Media. Nuestras estructuras laborales y de cuidados son reliquias de un pasado en el que sólo los hombres tenían carrera y familia. Toda nuestra economía está atrapada en una vieja forma de funcionar, obstaculizada por métodos primitivos de dividir las responsabilidades. Algo tiene que ceder.

A medida que aumenta el número de mujeres que aspiran a tener una carrera profesional, una familia y una pareja igualitaria, y a medida que aumenta el número de parejas que se enfrentan a demandas de tiempo que compiten entre sí, es imperativo que entendamos lo que la brecha económica de género revela realmente sobre nuestra economía y nuestra sociedad, para que podamos trabajar hacia soluciones que la cierren y hagan que el trabajo y la vida sean más equitativos para todos.

El último capítulo debe referirse a cómo se asigna, utiliza y remunera el tiempo de los trabajadores y debe implicar una reducción de la dependencia de la remuneración de determinados segmentos de tiempo. Debe implicar una mayor independencia y autonomía para determinados tipos de trabajadores y la capacidad de los trabajadores para sustituirse sin problemas. La flexibilidad en el trabajo se ha convertido en una ventaja apreciada, pero la flexibilidad tiene menos valor si tiene un alto precio en términos de ingresos. Los distintos tipos de flexibilidad temporal requieren cambios en la estructura del trabajo para que su coste sea reducido.

Hay muchas profesiones y sectores que han evolucionado hacia una flexibilidad menos costosa. Cuando los clientes perciben que hay un mayor grado de sustituibilidad entre los trabajadores, surge un esquema de pagos más lineal.

Algunos cambios se han producido de forma orgánica, a menudo debido a las economías de escala, otros han sido impulsados por la presión de los empleados y otros se han producido porque las empresas quieren reducir los costes laborales. No todos los puestos pueden cambiarse. Siempre habrá puestos 24/7, con empleados y directivos de guardia y a todas horas. Pero, dicho esto, la lista de puestos que pueden cambiarse es considerable.

Lo que debe contener el último capítulo para la igualdad de género no es un juego de suma cero en el que las mujeres ganan y los hombres pierden. Este asunto no es sólo cosa de mujeres. Muchos trabajadores se beneficiarán de una mayor flexibilidad, aunque los que no valoran esta comodidad probablemente perderán por su menor precio. Los sectores de rápido crecimiento de la economía y las nuevas industrias y ocupaciones parecen avanzar en la dirección de una mayor flexibilidad y una mayor linealidad de los ingresos con respecto al tiempo trabajado. El último capítulo necesita que otros sectores sigan su ejemplo.


  1. “Techo de cristal” es un término empleado para referirse a las barreras invisibles, difíciles de traspasar, que representan los límites a los que se enfrentan las mujeres en su carrera profesional, no por una carencia de preparación y capacidades, sino por la misma estructura institucional. El término mommy track alude a una carrera que permite a la madre un horario de trabajo flexible o reducido, pero que tiende a frenar o bloquear la promoción profesional. 
  2. Lean in es un término acuñado por Sheryl Sandberg que habla de animar a las mujeres a perseguir sus ambiciones y de cambiar la conversación de lo que no podemos hacer a lo que “podemos hacer”. Animar a las mujeres a ser más firmes, especialmente en el lugar de trabajo. Por otra parte, lean out es un movimiento en contra del último y desmiente la sabiduría convencional sobre la brecha de género. Sugiere que el paradigma de liderazgo actual surge de una visión masculina del mundo, y que el éxito depende de que las mujeres actúen más como hombres. 
  3. La Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) es una agencia del Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos. 

Sí, esto también es economía: el legado de la esclavitud en la participación laboral femenina estadounidense

Este artículo fue originalmente publicado en el suplemento de economía de la diaria el 24 de octubre de 2022.

De razas y géneros: una mirada desde el desarrollo económico de largo plazo.

Tengo tanto músculo como cualquier hombre, y puedo hacer tanto trabajo como cualquier hombre. He arado, cosechado, descascarillado, cortado y recogido, y ¿puede algún hombre hacer más que eso?  – Sojourner Truth, 1851

Muchas veces, cuando las personas piensan qué hace un o una economista, piensan en dos cosas. La primera es que somos igual que los contadores, y, la segunda, que siempre estamos en condiciones de contestarle al doctor que nos pregunta: “¿Y? ¿Cómo va a estar la economía?”, “Viene complicada la cosa, ¿no?”. Y la más clásica: “¿El dólar va a subir? ¿Me conviene comprar?” Pero no, no sabemos sólo −o necesariamente− de IRPF o de política monetaria. Muchas veces nos dedicamos a cosas que están completamente por fuera del radar de la población. Por ejemplo, a preguntarnos cómo afectó la experiencia de la esclavitud la forma en que las mujeres se incorporaron al mercado laboral estadounidense. Sí, a este tipo de cuestiones también nos dedicamos los economistas. Nada más y nada menos que investigación en desarrollo económico de largo plazo.

Aunque la incorporación de las mujeres blancas al mundo laboral es “reciente”, sus congéneres afrodescendientes han participado a lo largo de la historia de Estados Unidos. Varios estudios exploran la oferta laboral femenina en los albores de la emancipación, es decir, entre 1870 y 1880. Las mujeres negras tenían más probabilidad que las blancas de participar en la población activa desde 1870 hasta al menos 1980, y de ocupar puestos de trabajo en la agricultura o la industria manufacturera.

Las diferencias en las variables observables (en otras palabras, aquellas que pueden medirse e incorporar en un modelo) no pueden explicar la mayor parte de esta brecha racial en la participación en la fuerza laboral durante los 100 años posteriores a la emancipación. La brecha racial no explicada puede deberse a las diferencias raciales en el estigma asociado con el trabajo de las mujeres, que Goldin (1977) sugirió que podría remontarse a las normas culturales arraigadas en la esclavitud (“legado de la esclavitud”). En los datos de los siglos XIX y XX, otros autores encuentran pruebas de la transmisión intergeneracional de la participación en la fuerza de trabajo de la madre a la hija, lo que es coherente con el papel de las normas culturales1.

Un poco de historia

Estados Unidos fue fundado por colonos británicos que llegaron al este del país en el siglo XVII. Ya entonces se permitía la esclavitud en las colonias británicas. Los esclavos que llegaban al país desde África eran apresados violentamente y transportados hacia el continente americano en barcos negreros.

Esclavos en los campos del sur

En Estados Unidos se compraban esclavos negros para que trabajasen principalmente en plantaciones agrícolas de arroz, tabaco o algodón, que llegaría a ser un producto importante.

Entre 1775 y 1783 tuvo lugar la Guerra de Independencia, que terminó con la relación entre Gran Bretaña y sus colonias y la creación de los Estados Unidos. En 1787 se firmaría su Constitución, y en el texto, si bien no se mencionaba la palabra esclavitud, la apoyaba de facto.

Los estados del norte fueron prohibiendo paulatinamente la esclavitud y el movimiento abolicionista, contrario a cualquier forma de esclavitud, fue ganando fuerza. Sin embargo, los estados del sur, esclavistas, dependían de los esclavos porque trabajaban en sus grandes plantaciones de algodón, que eran muy importantes económicamente.

Guerra para acabar con la esclavitud

La división entre esclavistas y abolicionistas se intensificó en 1860. Abraham Lincoln (republicano) ganó las elecciones y los republicanos apoyaron la prohibición de la esclavitud en todos los territorios de Estados Unidos. En 1861 estalló la Guerra de Secesión: el país estaba dividido en distintas regiones y los estados del sur, a favor de la esclavitud, se unieron para formar los Estados Confederados. Querían independizarse del resto, que cada vez se oponía más a esa práctica, y formar su propio país. Los estados del norte, por su parte, se unieron formando la Unión, y vencieron en 1865. Lincoln, en pleno conflicto, aprobó la Proclamación de Emancipación, que entró en vigor en 1863 para liberar a los esclavos de los Estados Confederados.

En 1865 se aprobó la Decimotercera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, aboliendo oficialmente la esclavitud. Poco después se aprobaron la número 14, que en principio garantizaba derechos constitucionales a cada ciudadano americano, incluyendo a los esclavos, y la número 15, que garantizaba el derecho a voto de los hombres, sin importar su raza.

Dada la esclavitud y el racismo, la clasificación y trato hacia las mujeres afroamericanas fue totalmente diferente respecto de las blancas, y se les negó cualquier privilegio relativo a su sexo. Las mujeres negras esclavizadas realizaban el mismo tipo de trabajo que sus homólogos masculinos. Muchas mujeres trabajaban en los campos agrícolas, representando la mayor parte de la fuerza laboral en algunos casos. Al ser incluidas en las “categorías masculinas”, las mujeres negras no participaron del “culto estadounidense a la domesticidad”, en el que las mujeres blancas con suficientes medios económicos evitaban el trabajo físico como parte de su reivindicación de la feminidad, o si lo hacían, lo hacían en trabajos más “limpios”.

Entonces, ¿cómo podemos entender un sistema de trabajo que era a la vez desprovisto de género2 y altamente clasificado? ¿Cómo influyó el sexo de las mujeres esclavizadas en su trabajo y en sus vidas?

El legado de la esclavitud

El aumento de la participación de las mujeres en la fuerza de trabajo en el siglo XX fue uno de los cambios sociales más importantes de la historia de Estados Unidos. El crecimiento del trabajo femenino en el mercado se precipitó y, a su vez, contribuyó a cambios en la composición industrial de la agricultura y la manufactura a los servicios, a una revolución en las normas y expectativas sobre las carreras de las mujeres, y a cambios en el matrimonio y la inversión en capital humano.

Como ocurre con muchas otras tendencias sociales, los niveles y cambios en la participación laboral femenina (de aquí en adelante, PLF) han sido notablemente diferentes para las mujeres blancas y negras. Goldin (1977, 1990) sugiere que estas diferencias raciales de larga duración pueden remontarse, en parte, al “doble legado” de la esclavitud. La pobreza generalizada y los bajos niveles de educación de la población negra después de la Guerra Civil pueden haber tenido un efecto directo sobre la PLF de las mujeres negras en relación con las blancas. Además, la esclavitud puede haber tenido un efecto indirecto al configurar las normas sociales imperantes en la comunidad negra sobre el trabajo de las mujeres.

Goldin plantea que, debido a que las mujeres negras trabajaban intensamente durante la esclavitud, desarrollaron normas y expectativas sobre el trabajo de las mujeres que eran diferentes de las de la mayoría de los blancos, y que se trasladaron a la era posterior a la emancipación.

El contexto es imperativo. La migración de libertos al final de la guerra no continuó mucho más allá de 1870, y el crecimiento de la población negra urbana se moderó considerablemente durante los 10 años siguientes. Aunque los negros emigraron dentro del sur, apenas un goteo entró en el norte. La migración de los negros del campo a las ciudades fue probablemente selectiva: aquellos que tenían el deseo de trabajar a cambio de un salario abandonaron el campo y entraron en las ciudades. Las mujeres, sobre todo las solteras, divorciadas y viudas, se fueron a las ciudades a buscar empleo porque se les prohibía alquilar tierras de labranza.

Es importante reconocer que la tasa de PLF de las mujeres negras era mucho mayor antes de la emancipación. La elevada PLF −considerando el arduo trabajo que realizaban en relación con los hombres−, junto con la selectividad de la migración de posguerra, podrían ser dos mecanismos a través de los cuales las mujeres negras se insertaron diferencialmente en el mercado laboral después de la guerra3.

Aunque la amplia participación de las mujeres blancas es un fenómeno reciente, no ocurre lo mismo con sus homólogas negras. Como señala Goldin, la PLF de la mujer blanca se duplicó con creces entre 1890 y 1960, pasando de 16,3% a 33,7%, mientras que la de las mujeres no blancas se mantuvo casi constante (de 39,7% a 41,7%). Los avances más impresionantes en el mercado laboral durante este período los consiguieron las mujeres blancas casadas. Aunque las mujeres casadas no blancas también se incorporaron a la población activa durante estos años, las mujeres solteras no blancas salieron de ella, al poder permitirse cada vez más una educación y disfrutar del ocio. Por tanto, el revolucionario aumento de la participación de las mujeres en la población activa afectó principalmente a las blancas.

Las mujeres negras habían estado abundantemente representadas en el mercado laboral como esclavas y lo siguieron estando como liberadas. El cambio inicial en las ocupaciones fue del trabajo agrícola al sector de los servicios, principalmente el trabajo doméstico privado. Las cocineras, las enfermeras y las costureras también estaban entre las ocupaciones más comunes. Pocas mujeres negras eran propietarias y trabajadoras de oficina, y la variedad de empleos para las mujeres negras era limitada, en parte debido a la falta de un gran sector manufacturero en el sur urbano. Además, debido a la segregación, no estaban cualificadas. Las grandes diferencias entre las distribuciones ocupacionales de las mujeres blancas y negras sólo empezaron a reducirse en el período posterior a 1950.

Muchas de las razones de las diferentes experiencias históricas de las mujeres negras y blancas casadas son evidentes. A lo largo de este período, los maridos negros han tenido menores ingresos laborales y mayor desempleo que los blancos, y los ingresos no laborales de los negros también han sido menores que los de los blancos. La mortalidad de los hombres negros ha sido mayor que la de los blancos y, también por otras razones, la familia encabezada por una mujer ha sido más frecuente entre los negros.

Se ha aprendido mucho sobre los factores determinantes de la PLF a partir de la investigación que utiliza datos contemporáneos. La presencia de niños en edad preescolar, la educación y la formación de la mujer, el nivel de ingresos no laborales y la experiencia de desempleo del marido han surgido como factores principales. Y lo que es más importante, muchas investigaciones han encontrado diferencias sorprendentes entre las respuestas de las mujeres negras y blancas a las mismas variables ambientales y familiares.

Las mujeres negras participan más que las blancas incluso cuando comparten las mismas características. Las diferencias en los ciclos vitales de las familias, la discriminación en los mercados de vivienda y trabajo, y los problemas de medición en la valoración del trabajo a tiempo parcial son algunas de las explicaciones sugeridas para este intrigante hallazgo. Sin una amplia investigación en fuentes primarias, los autores sólo pueden registrar la historia laboral de las mujeres desde 1890 hasta el presente, y sólo pueden analizarla extensamente para el período que comienza en 1940.

No obstante, Goldin (1977) muestra que las pruebas preliminares de las características observables no pueden explicar por completo las diferencias entre blancos y negros en la PLF de las mujeres en el período inmediato posterior a la emancipación, un hecho que es coherente con la idea de las normas sociales dispares sobre el trabajo de las mujeres según la raza.

Para profundizar, Platt Boustan y Collins (2012) exploran cómo la transmisión intergeneracional del comportamiento laboral de madre a hija puede haber influido en las diferencias raciales en la PLF de las mujeres en el siglo XX. La participación en el trabajo de mercado es el resultado de una decisión de oferta de trabajo en la que influyen los ingresos no laborales, las ofertas salariales del mercado y los aspectos no pecuniarios del empleo, incluido el estigma social contra el trabajo de las mujeres en determinados tipos de trabajos que pueden variar según la raza. Las ofertas salariales del mercado a las mujeres y las condiciones de trabajo, a su vez, reflejan la evolución de las pautas de la demanda de trabajo y la discriminación, que también pueden variar según la raza.

Goldin (1995) explica que “el estigma social contra las esposas que trabajan en labores manuales remuneradas fuera del hogar está aparentemente extendido y es fuerte… El estigma es un mensaje simple. Sólo un marido perezoso, indolente y totalmente negligente con su familia permitiría a su mujer realizar ese tipo de trabajo”. En un modelo estático de la oferta de trabajo de las mujeres, Goldin (1995) muestra cómo ese estigma puede afectar la probabilidad de que una mujer se incorpore a la población activa. La idea clave es simplemente que cuando la pérdida de utilidad del hogar por el estigma es mayor que la ganancia de utilidad por trabajar fuera de casa, la mujer no entrará en la fuerza laboral.

Guiados por este marco, Platt Boustan y Collins (2012) informan de la presencia de una gran brecha racial en las tasas de participación, incluso después de controlar los indicadores de ingresos y salarios. Estos observables pueden controlar una gran parte del “efecto diferente” de la esclavitud en el comportamiento del mercado laboral, que opera a través de los bajos ingresos familiares, la riqueza, el lugar de nacimiento, la educación y la estructura familiar. La diferencia residual en la PLF puede entonces reflejar diferencias en las normas o expectativas sobre el trabajo de las mujeres fuera del hogar, potencialmente un producto “indirecto” de la esclavitud.

Esto podría sugerir que las diferencias raciales en las normas sociales pueden desempeñar algún papel en la explicación de las diferencias en la actividad de mercado, es decir, la presencia de alguna propensión persistente hacia el trabajo fuera del hogar y en “trabajos sucios”, que inicialmente se derivó de la institución de la esclavitud.

Además, presentan pruebas más directas sobre el papel de las diferencias históricas en el comportamiento laboral de las mujeres a lo largo del tiempo. Las hijas criadas por madres trabajadoras tienen más probabilidades de trabajar tanto a finales del siglo XIX, una generación después de la emancipación, como a mediados del siglo XX. Las diferencias iniciales en el comportamiento laboral de las mujeres han persistido en el tiempo. Dado que las normas sociales se transmiten, al menos en parte, dentro de las familias de padres a hijos, esta correlación intergeneracional puede reflejar diferencias raciales en las normas sobre el trabajo de las mujeres fuera del hogar. Las tasas más elevadas de trabajo fuera del hogar de las madres negras, junto con la correlación intergeneracional en el comportamiento laboral entre madre e hija, pueden explicar hasta un tercio de la diferencia entre blancos y negros en el trabajo fuera del hogar de las mujeres una generación o más después del fin de la esclavitud.

No obstante, todo lo mencionado anteriormente es coherente con Goldin (1977): “Es posible que las diferencias de socialización entre las mujeres negras y blancas del sur antebellum se reflejen en sus experiencias de finales del siglo XIX. Los resultados de los diferentes procesos de socialización pueden haberse disipado con el tiempo a medida que las sucesivas generaciones de mujeres blancas y negras se alejaron de la experiencia de sus antepasados. Sin embargo, los factores sociales que sirven para estigmatizar el trabajo pueden ser resistentes al cambio y podrían haber perdurado durante muchos años”.

La esclavitud parece haber dejado un legado indirecto en las mujeres blancas y negras. Modificó las valoraciones relativas que las mujeres blancas y negras tenían del trabajo −posiblemente reduciendo la de las blancas y aumentando la de las negras−, configurando la forma en que las mujeres negras se insertaron diferencialmente en el mercado laboral en diferentes tasas de participación, pero también en diferentes ocupaciones.

Conclusión

El legado de la esclavitud o “efecto esclavitud” parece ser un hecho si hablamos de cómo se insertaron las mujeres según su raza en el mercado laboral. En síntesis, las mujeres negras se insertaron inmediatamente en el mercado laboral tras ser liberadas, mientras que las blancas no lo hicieron. No obstante, una vez que las mujeres blancas entraron (especialmente aquellas que estaban casadas), lo hicieron en otro tipo de trabajos, “trabajos limpios”, y debido a la segregación, las mujeres negras estaban abundantemente representadas en las filas de los trabajos no cualificados y “sucios”.

Bibliografía

Boustan, L. P., & Collins, W. J. (2014). The origin and persistence of Black-White differences in women’s labor force participation. In Human capital in history: The American record (pp. 205-240). University of Chicago Press.

Goldin, C. (1977). Female labor force participation: The origin of black and white differences, 1870 and 1880. The Journal of Economic History, 37(1), 87-108.

Goldin, C. (1989). Life-cycle labor-force participation of married women: Historical evidence and implications. Journal of Labor Economics, 7(1), 20-47.

Goldin, C. (1990). Understanding the gender gap: An economic history of American women (Nº. gold90-1). National Bureau of Economic Research.

Goldin, C. (1994). The U-shaped female labor force function in economic development and economic history.

Weiss, T. (1999). Estimates of White and Nonwhite Gainful Workers in the United States by Age Group, Race, and Sex Decennial Census Years, 1800-1900. Historical Methods: A Journal of Quantitative and Interdisciplinary History, 32(1), 21-36.


  1. Platt Boustan y Collins (2012).
  2. Los roles de género son construcciones sociales que conforman los comportamientos, las actividades, las expectativas y las oportunidades que se consideran apropiadas en un determinado contexto sociocultural para todas las personas. Además, el género guarda relación con las categorías del sexo biológico (varón y mujer), no se corresponde forzosamente con ellas. 
  3. Weiss (1999).

Lo que es moda no incomoda, dice el dicho, pero debería

Este artículo fue originalmente publicado en el suplemento de economía de la diaria el 25 de julio de 2022.

Los problemáticos entretelones de la industria de la moda rápida: contaminación, explotación y coacción a los consumidores.

En el título de este artículo aparece la palabra “moda”. Ese concepto ahuyenta a muchos, apasiona a algunos y causa absoluta indiferencia en otros. Este último caso es el de Andrea Andy Sachs, personaje ficticio de la taquillera película El Diablo viste a la moda. Andrea interpreta a la asistente personal junior de la fría redactora en jefe Miranda Priestly, quien controla el mundo de la moda desde su revista Runway (un paralelismo nada casual con Vogue). Al principio, Andy no encaja bien en el ambiente de la moda, rodeado de chismes y superficialidades. Su falta de estilo, sus nulos conocimientos de moda (y de la misma revista) y su ligera torpeza al trabajar, la hacen el blanco de burlas en la oficina como por ejemplo cuando se burla de dos cinturones (“cosas”) de un celeste muy similar. Miranda le responde:

“¿Estas cosas? Oh, entiendo. Tú crees que esto no tiene nada que ver contigo. Tú vas a tu armario y seleccionas, no sé, ese jersey azul deforme porque intentas decirle al mundo que te tomas demasiado en serio como para preocuparte por lo que te pondrás. Pero lo que no sabes es que ese jersey no es sólo azul, no es turquesa ni es marino, en realidad es cerúleo. Tampoco eres consciente del hecho de que en 2002 Óscar de la Renta presentó una colección de vestidos cerúleos. Y luego creo que fue Yves Saint Laurent el que presentó chaquetas militares cerúleas. Y luego el azul cerúleo apareció en las colecciones de ocho diseñadores distintos, y después se filtró a los grandes almacenes, y luego fue a parar hasta una deprimente tienda de ropa a precios asequibles, donde tú, sin duda, lo rescataste de alguna cesta de ofertas. No obstante, ese azul representa millones de dólares y muchos puestos de trabajo, y resulta cómico que creas que elegiste algo que te exime de la industria de la moda, cuando, de hecho, llevas un jersey que fue seleccionado para ti, por personas como nosotros, entre un montón de cosas”.

Se asocia a frivolidad y antojo, a una industria insaciable que atiborra las tiendas de caprichos. Pero si cambia el enunciado y se habla de ropa pasa a ser una cuestión que nos atañe a todos. Cada mañana elegimos un atuendo, y esas prendas no llegaron solas a nuestras manos. Pasaron el filtro de una selección meditada. Estamos acostumbrados a comprar sin preguntar. Elegimos algo por ser útil, bonito, porque nos soluciona un problema o nos atribuye cierto estatus. El cómo es producido pareciera ser irrelevante. Hoy nos fijamos más, pero se nos sigue explicando poco. La elaboración de, digamos, una sencilla camiseta sigue siendo una nebulosa. De dónde salió la materia prima. Quién hizo el desmotado, el hilado, el tejido y el tintado del algodón. Quién se encargó del diseño, de la distribución. Y finalmente: dónde acaba esa prenda cuando nos deshacemos de ella. Todo esto es un misterio cuyos detalles, probablemente, nos aburre saber. Ni siquiera sospechamos cuando algo que implica tantísimo trabajo se cobra $199. No imaginamos que hay una proporción inversa entre el precio, que paga el comprador, y el coste humano y medioambiental, que pagamos todos.

Muchos animales se adornan; el sapiens es el único que se viste. La ropa ejerce un papel crucial en nuestra vida. Explica desde quiénes somos como individuos hasta quiénes somos como civilización. Es una manifestación cultural de primer orden que lo abarca todo: las protestas políticas, el arte, los avances tecnológicos. Este no es tanto un artículo de investigación como de reflexión, de ahí que haya preferido simplificar al máximo de lo posible. La concisión obliga a resumir temas muy complejos que requerirían matices. Estas páginas no pretenden ser un panfleto airado, sino una invitación a considerar nuestras opciones. No quiero hablar de culpa como sí, sino de responsabilidad. No se aturde con más cifras de las imprescindibles, no se exigen imposibles: quememos la tarjeta de crédito, afeitémonos la cabeza, comamos pasto al borde de la carretera. La idea es entreabrir la puerta de la duda para que cada uno ahonde en lo que más le dé qué pensar.

Si cada vez hay más información acerca de todo lo que implica la industria de la moda, ¿por qué se sigue comprando a lo loco? ¿Se explican los detalles de la moda rápida de un modo demasiado complejo? Es un reto criticar un negocio que se presenta disfrazado del envoltorio más sugestivo: prosperidad, diversión, recompensa. Una cosa es segura, y esto vale igual para las empresas que para los consumidores: es mejor un solo cambio tangible, concreto y constante que intentar hacerlo todo bien.

¿Qué es la moda rápida, de todos modos?

La “moda rápida” es una frase de moda, pero ¿qué significa realmente? La moda rápida es un método de diseño, fabricación y comercialización centrado en la producción rápida de grandes volúmenes de ropa. Este tipo de producción aprovecha la réplica de las tendencias de la pasarela o de la cultura de los famosos y los materiales de baja calidad, como los tejidos sintéticos, para llevar estilos baratos al consumidor final. Estas prendas baratas y a la moda han dado lugar a un movimiento en toda la industria hacia cantidades abrumadoras de consumo. La idea es poner en el mercado los estilos más novedosos lo más rápido posible, para que los compradores puedan hacerse con ellos cuando todavía están en la cima de su popularidad y luego, lamentablemente, desecharlos después de unos pocos usos.

Se trata de la idea de que repetir un conjunto es un error de la moda y de que, si se quiere seguir siendo relevante, hay que lucir los últimos looks en el momento en que se producen. Forma parte del sistema tóxico de sobreproducción y consumo que ha convertido a la moda en uno de los mayores contaminantes del mundo. El resultado es un impacto perjudicial para el medioambiente, los trabajadores de la confección, los animales y, en última instancia, los bolsillos de los consumidores. Antes de que podamos cambiarla, repasemos su historia.

Breve historia de la industria de la moda

Para entender cómo surgió la moda rápida, tenemos que rebobinar un poco.

La sobreproducción en la moda es un fenómeno que apenas tiene cincuenta años. El modelo tradicional de manufactura era bajo demanda, sin stocks, algo que hoy se recupera y que revaloriza el oficio, la espera y la exclusividad. De la costura se pasó, a principios del siglo XX, a la producción en serie. A finales de los años ochenta apareció la fast fashion, concebida con un solo objetivo: ofrecer una oferta abundante, incesante y barata. ¿Cómo? Mediante un sistema de producción de respuesta rápida, inventarios dinámicos y decisiones modificadas en tiempo real. Los precios pueden mantenerse bajos estrujando a los proveedores, produciendo en países en desarrollo con condiciones laborales pésimas y plagiando con descaro ideas de otros diseñadores.

La llegada de la moda rápida fue recibida con entusiasmo por todas las edades y los estratos sociales, por aquellos que alguna vez sintieron que habían quedado excluidos de las tendencias por razones geográficas o económicas. ¡Lo trendy por fin al alcance de cualquier bolsillo! ¡Merecemos estrenar una remera cada semana! La moda rápida democratizó el estilo, argumentan algunos. Pero lo único que consiguió es devaluar nuestra percepción de la ropa, presentándola como desechable. Con el cambio de siglo, en paralelo a esos imperios de la eficiencia aparecieron otras empresas aún más aceleradas y corrosivas. Una moda ultrarrápida nacida al calor del big data y las redes sociales que, en la actualidad, es capaz de incorporar a sus tiendas online (no tienen tiendas físicas, no las necesitan) unas quinientas prendas diarias.

La CEO de Shein, Molly Miao, presumió de llegar a los mil nuevos modelos diarios. Incluso en artículos de pocos dólares dejan pagar en cuatro cuotas. Lo que sea con tal de que compremos. Su voracidad hace que la vieja guardia de la moda rápida parezca un hatajo de tortugas reumáticas. Acostumbrados a precios bajísimos desde hace años, muchos compradores han galvanizado la creencia de que todo lo que quede por encima de cierto umbral está inflado. O peor: si pagamos algo más que una miseria es que nos están robando. Lo barato ya no es una opción, es un derecho. ¡Ay! La moda rápida se ha ganado merecidamente su fama gangrenosa. Es la responsable del desprestigio del sector a ojos del mundo, de que se perciba esta disciplina como superficial y contaminante. Pero las prendas caras tampoco están siempre libres de culpa. Las prácticas de las marcas de prêt-à-porter1 y de lujo pueden ser igual de reprobables. Es el sistema entero el que falla.

Hoy en día, las marcas de moda rápida producen unas 52 “microtemporadas” al año, es decir, una nueva “colección” a la semana. Según la autora Elizabeth Cline, esto comenzó cuando Zara pasó a realizar entregas quincenales de nueva mercancía a principios de los años ochenta. Desde entonces, es habitual que las tiendas cuenten con una gran cantidad de existencias en todo momento, para que las marcas no tengan que preocuparse por quedarse sin ropa. Al replicar las tendencias de la calle y de la semana de la moda a medida que aparecen en tiempo real, estas empresas pueden crear nuevos y “deseables” estilos ya no semanalmente, sino diariamente. De este modo, las marcas disponen de grandes cantidades de ropa y pueden asegurarse de que los clientes nunca se cansan del inventario.

Los números hablan

Ante todo, una inexactitud repetida mil veces: la de que la industria de la moda es la segunda más contaminante del mundo. No lo es. En 2018 tuvo que intervenir The New York Times para matizar una afirmación que había rebotado como un pinball, sin que nadie tuviera los datos para demostrarla. Con todo, no importa mucho que sea la segunda o la cuarta. Ese tipo de titular extremo, aunque incorrecto, funciona como sacudida urgente y la moda necesitaba un foco urgente que la señalara. Estas son algunas cifras que dan una idea del panorama:

  • La industria de la moda provoca 10% de las emisiones mundiales de carbono. Es la segunda manufactura (aquí sí) que más agua consume y la responsable de 20% de la polución de los océanos.
  • En el planeta hay 75 millones de trabajadores que se dedican a confeccionar ropa. Menos de 2% de ellos gana un salario suficiente para vivir.2 Dicho de otro modo: 98% de ellos se encuentra desprotegido, en un estado de pobreza sistémica y la gran mayoría son mujeres: 75%. Las jóvenes se proclaman comprometidas con la sororidad mientras visten camisetas con lemas como “THE FUTURE IS FEMALE” confeccionadas por chicas de Bangladesh que cobran 30 céntimos de dólar la hora.
  • Solo usamos 20% de nuestro armario. El resto de las prendas duerme el sueño de los justos. Creí que la observación era exagerada hasta que me dirigí a mi ropero.
  • Desde el año 2000 la producción de moda se ha duplicado. Antes del cambio de milenio, las marcas presentaban dos colecciones anuales (verano e invierno), frente a las cincuenta actuales de las marcas de fast fashion. Se calcula que, de seguir este ritmo, el consumo de ropa aumentaría un 60% para el año 2030. Solo hay un camino sensato posible: reducir drásticamente el volumen. Incluso si toda esa ropa estuviera hecha de tejidos orgánicos y tintes naturales, los efectos en el planeta serían devastadores. No es solo el cómo, sino el cuánto.
  • En Europa, cada persona compra cada año unos cuarenta artículos; vestirá cada pieza una media de diez veces antes de deshacerse de ella. Es una pincelada con brocha gorda (abarca edades, países y rentas muy diferentes), pero sirve para hacerse una idea. Una imagen deprimente: prendas nuevas que esperan -en tiendas o almacenes- a ser vendidas. Esperan y esperan. En vano. Jamás encontrarán quienes las vistan. Han requerido esfuerzo, sufrimiento, recursos. Para nada. Acabarán incineradas, enterradas o enviadas en fardos a un país lejano que no las quiere, pero cuyo gobierno claudica a cambio de acuerdos económicos ventajosos.

En resumen… ¿Por qué es tan mala la moda rápida?

Contaminación del planeta

El impacto negativo de la moda rápida incluye el uso de tintes textiles baratos y tóxicos, lo que convierte a la industria de la moda en uno de los mayores contaminantes del agua limpia del mundo, junto con la agricultura.

Los tejidos baratos también aumentan el impacto de la moda rápida. El poliéster es uno de los tejidos más populares. Se deriva de los combustibles fósiles, contribuye al calentamiento global y puede desprender microfibras que se suman a los crecientes niveles de plástico en nuestros océanos cuando se lava. Pero incluso los tejidos “naturales” pueden ser un problema a la escala que exige la moda rápida. El algodón convencional requiere enormes cantidades de agua y pesticidas en los países en desarrollo. Esto provoca riesgos de sequía y crea una tensión extrema en las cuencas hidrográficas y una competencia por los recursos entre las empresas y las comunidades locales.

La velocidad y la demanda constantes suponen un aumento de la tensión en otros ámbitos medioambientales, como el desmonte de tierras, la biodiversidad y la calidad del suelo.

Debido a la escasa regulación sobre la normativa de aguas residuales, en países como China, Nepal o Bangladesh los vertidos de los fabricas se vuelcan -directamente, sin más, ahí va ese regalito- en ríos y arroyos. Ese engrudo es una mezcla de productos químicos cancerígenos, sales, disolventes y metales pesados. Cuando la superficie del río se espesa y oscurece impide que la luz penetre en el fondo, reduciendo la capacidad de las plantas para realizar la fotosíntesis. Bajan los niveles de oxígeno en el agua y mueren la flora y la fauna acuática. Esas sustancias tóxicas no se evaporan ni desaparecen, solo van de aquí para allá. El agua con productos químicos riega cultivos y asciende así en la cadena alimentaria. Algunas de esas sustancias se acumulan en el cuerpo (¿Erin Brockovich?, ¿alguien?) y aumentan el riesgo de padecer afecciones. A los pescadores de esos ríos se les acaba el sustento. Nadie del vecindario puede emplear esa agua. Los trabajadores de las fábricas enferman porque no realizan su trabajo bien equipados; llevan sandalias o van descalzos, no usan guantes ni mascarilla.

Este ejemplo aparece con frecuencia cuando se habla de “maldades” fashion: producir unos jeans -desde hacer crecer el algodón hasta el producto final- requiere unos 8.000 litros de agua, la cantidad que una persona bebe en diez años. Eso para un solo par. El asunto de los jeans es especialmente grave, ya que es la prenda más popular del planeta… y también la más contaminante. La ciudad de Xintang (Guangzhou) se autoproclama la capital mundial del vaquero, con una producción de 800.000 unidades al día. Su río Dong supera 128 veces los límites de cadmio, además de contener mercurio, cromo, plomo y cobre.

El impacto de la moda en el medioambiente no se detiene en el proceso de producción. Los microplásticos que sueltan los tejidos sintéticos al lavarse -ya en nuestra casa- representan 35% de la contaminación de los océanos. Según la ONU, en 2025 dos tercios de la población mundial vivirá bajo condiciones de estrés hídrico. Para que los productores construyan centros eficaces de tratamiento de aguas y empleen tecnologías sin productos químicos, es decir, se lancen a hacer una inversión, las marcas deberían comprometerse a firmar contratos a largo plazo. Una relación duradera y firme con sus proveedores sería ventajosa para todos. La pena es que la moda solo piensa, como mucho, en pasado mañana.

Explotación de los trabajadores

Además del coste medioambiental de la moda rápida, hay un coste humano. Para conocer de verdad una firma no se fijen solo en su Instagram o sus tiendas. Observen dónde y cómo se hace su producto. Las cadenas de suministro poco claras y con prioridades agresivas -rapidez, cantidad y efectividad al coste mínimo- son, ya se ha dicho, uno de los grandes problemas de la moda. Los fabricantes oficiales sí son visibles. Pero como su volumen y su ritmo de trabajo son vertiginosos necesitan subcontratar a terceros. La subcontratación no es la excepción sino la norma, y a menudo implica a más de un partícipe. Es decir, el subcontratado también subcontrata. Todo sucede lejos de cualquier marco legal; es trabajo a corto plazo, a salto de mata y con horas extras. Esa parte del proceso queda fuera del control de la marca. Esta intuye que pueden darse irregularidades, pero se hace la vista gorda.

Una prenda pasa por una media de cien personas desde la materia prima hasta su venta, por eso es tan difícil hacer un seguimiento. En el primer nivel de lo logística es donde hay más falta de transparencia, riesgos medioambientales y posible trabajo infantil o forzado. Los sueldos ayudan a entender el brutal margen de beneficio de la industria. En los principales países productores de moda (Bangladesh, Vietnam, Indonesia, India, Laos, Pakistán, Camboya) se cobran entre 100 y 200 dólares mensuales. Únicamente en China, Tailandia y Filipinas los salarios se acercan a los 300 dólares por mes. La situación se repite en países “más prósperos”. Hay talleres clandestinos en Prato, Leicester y Manchester, São Paulo, Buenos Aires, Durban o Los Ángeles.

Estas marcas ganan millones de dólares mientras venden piezas baratas debido a la gran cantidad de artículos que venden, sin importar el coste o el margen de beneficio. Y, sin duda, los trabajadores de la confección cobran un salario muy inferior al mínimo. En el documental The True Cost, la autora y periodista Lucy Siegle lo resumió perfectamente: “La moda rápida no es gratuita. Alguien, en algún lugar, está pagando”.

En 2013, el hundimiento del edificio Rana Plaza, en Bangladesh, mató a 1.134 personas e hirió a 2.500 más. Es el peor accidente de la era moderna en una fábrica de ropa. Su impacto supuso un antes y un después; a partir de ese año surgieron movimientos globales y campañas para la reforma sistémica de la industria, y más de 200 empresas firmaron un acuerdo para mejorar los estándares de salud y seguridad en los centros de trabajo.

Edificio Rana Plaza en Bangladesh, 2013.
Foto: Industrial Global Union.

Sin embargo, las líneas morales se desdibujan cuando se tiene en cuenta que la moda rápida puede ser mucho más accesible e inclusiva. Los defensores de la moda ética se han esforzado por desentrañar esta complicada narrativa, pero el coste y las tallas exclusivas siguen siendo barreras para muchos.

Coaccionar a los consumidores

Por último, la moda rápida puede afectar a los propios consumidores, fomentando una cultura de “usar y tirar”, tanto por la obsolescencia incorporada de los productos como por la rapidez con que surgen las tendencias. La moda rápida nos hace creer que tenemos que comprar más y más para estar al tanto de las tendencias, creando una sensación constante de necesidad y de insatisfacción final. La tendencia también ha sido criticada por motivos de propiedad intelectual, ya que algunos diseñadores alegan que los minoristas han producido ilegalmente sus diseños en masa.

¿Cómo detectar una marca de moda rápida?

Algunos factores clave son comunes a las marcas de moda rápida:

  • Miles de estilos, que tocan todas las últimas tendencias cada semana.
  • Un tiempo extremadamente corto entre el momento en que una tendencia o prenda se ve en la pasarela o en los medios de comunicación de los famosos y cuando llega a las estanterías.
  • Fabricación en el extranjero, donde la mano de obra es la más barata, con lo que eso implica.
  • Cantidades limitadas de una prenda concreta: es una idea de la que fue pionera Zara. Con la llegada de nuevas existencias a la tienda, cada pocos días, los compradores saben que si no compran algo que les gusta, probablemente perderán su oportunidad.
  • Los materiales baratos y de baja calidad, como el poliéster, hacen que las prendas se degraden tras unos pocos usos y se tiren a la basura, por no hablar del problema de las microfibras que se desprenden.

¿Qué podemos hacer nosotros?

Personalmente me parece estupenda esta cita de la diseñadora británica Vivienne Westwood: “Compra menos, elige bien, haz que dure”.

Comprar menos es el primer paso: intenta volver a enamorarte de la ropa que ya tienes dándole un estilo diferente o incluso “buscándole la vuelta”. También vale la pena considerar la creación de un armario cápsula en tu viaje por la moda ética.

Elegir bien es el segundo paso, y la elección de una prenda de alta calidad hecha de un tejido ecológico es esencial aquí. Todos los tipos de fibra tienen sus pros y sus contras. Elegir bien también puede significar comprometerse a comprar primero en tu armario, a comprar solo de segunda mano o a apoyar a las marcas más sostenibles (hay muchas marcas slow fashion en Uruguay que valen la pena).

Por último, debemos hacer que dure y cuidar nuestras prendas siguiendo las instrucciones de cuidado, usándolas hasta que se desgasten, remendándolas siempre que sea posible y reciclándolas responsablemente al final de su vida útil.

Marcas slow fashion en Uruguay a las que vale la pena echarles un vistazo: La Vestiduría, Enanas de    Jardín, María Lasarga, Capita, Lenta Và, Akira, Majo Rey, María Bouvier, Don Baez, Erika Werner, Bucle Uy, Lucha Clothing, Arenas Uy, Calmo Slow, OVERBAG, DENALI, SECONDI leather lab, Manos del Uruguay, LAM ~ Arte Textil, Cardan Cabos, Ana Livni.


  1. El prêt-à-porter es el término que designa las prendas confeccionadas, vendidas en estado acabado y en tallas estandarizadas, a diferencia de las prendas a medida o las confeccionadas a la medida de una persona concreta. 
  2. Andrew Morgan, The True Cost (2015). 

La economía, sesgada a la opinión de los hombres

Este artículo fue originalmente publicado en el suplemento “Economía y mercado” del diario “El País” en coautoría con Lucila Arboleya el 28 de febrero de 2022.

La ausencia de mujeres en STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemática, por sus siglas en inglés) es prácticamente un hecho de público conocimiento. Solo un 35% de los estudiantes en STEM en la educación terciaria global son mujeres (Unesco, 2017). En Uruguay, la matrícula de Ingeniería/Físico Matemático de sexto año de liceo presenta el menor porcentaje de mujeres (34%). Esto después se perpetúa en el mercado laboral, donde los hombres representan el 55% de la población ocupada total, frente al 76% en sectores relacionados con STEM (en general mejor pago y con buena salida laboral) (ANII, 2008).

La disciplina económica no es muy distinta. Algunas estimaciones muestran que podría ser de las peores para ser mujer, con porcentajes de participación por debajo del promedio STEM. Datos de Estados Unidos entre 1995 y 2014 muestran que el porcentaje de estudiantes mujeres que se graduaron de la licenciatura en economía (29% en 2014) casi no cambió en las últimas dos décadas, mientras que hubo mejoras en otros campos, incluido STEM. Las cifras son similares para las mujeres que obtuvieron doctorados de economía (Bayer y Rouse, 2016).

La sub-representación ocurre a través de la “cadena de valor”. Por ejemplo, las mujeres representan menos del 15% de los profesores titulares en los departamentos de economía de EE.UU. y menos del 30% de los profesores asociados en 2020. Cifras más alentadoras que hace 25 años (7% y 14% respectivamente), pero la brecha todavía es grande (1). En Uruguay, la participación de mujeres en el Sistema Nacional de Investigadores decrece conforme se avanza en la estructura jerárquica. Las mujeres siguen concentradas en los primeros niveles y tienen una probabilidad menor de ser aceptadas (Gandelman y Bukstein, 2019) (7,1 puntos porcentuales).

La presencia de mujeres también es escasa entre las posiciones más prestigiosas del ámbito económico. “Solo ocho de los 140 presidentes de la FED desde 1914 han sido mujeres, al igual que apenas una quinta parte de los miembros actuales de la Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER), uno de los grupos de expertos en política económica más influyentes de los EE.UU.” (2). Christine Lagarde fue la primera mujer en ser Ministra de Finanzas de una economía del G8 en 2007 y primera mujer al frente del FMI en 2011 (el FMI existe desde 1945). En Uruguay, Azucena Arbeleche es la primera mujer al mando del Ministerio de Economía y Finanzas. Al menos tenemos un ejemplo de inspiración para las niñas en 200 años de historia.

¿Por qué hay menos mujeres?

Las razones son múltiples y requeriría, al menos, otra columna, pero algunas de las causas principales incluyen sesgos y replicación de estereotipos. En la infancia, a los niños se les dan camiones y a las niñas muñecas. En el liceo las orientaciones STEM todavía son elecciones “de hombre”. De hecho, un estudio encuentra que las mujeres aparecen menos en los ejemplos de los libros de introducción a la economía, y son relegadas a papeles menores (Stevenson y Zlotnick, 2018). Y los sesgos continúan. Un reciente estudio que analiza las cartas de recomendación para el primer trabajo muestra que las mujeres son sistemáticamente más propensas a ser elogiadas por ser trabajadoras y, a veces, menos propensas a ser elogiadas por su capacidad. “Las mujeres son ‘trabajadoras’ y los hombres, ‘brillantes’” (Eberharhardt, 2022).

La falta de modelos donde inspirarse, networks o mentorías es otro problema. La ausencia de mujeres en posiciones de liderazgo afecta las expectativas de las niñas, y eventualmente sus decisiones.

El sector tampoco ha estado ausente de escándalos de acoso sexual, incluso entre economistas prestigiosos de universidades de élite. Tanto que hasta Ben Bernanke dijo hace poco que “la economía claramente tiene un problema… la profesión tiene lamentablemente una reputación de hostilidad hacia mujeres y minorías.” (TNYT, 2019)

¿Por qué importa?

La economía estudia fenómenos de la sociedad y por eso es importante una mirada amplia y representativa. No es sólo más justo, sino que además puede llevar a resultados más robustos. Las mujeres no siempre tienen opiniones similares a los hombres (por ejemplo, sobre el nivel de equidad de una sociedad, el grado de regulación óptimo de una economía, etc.) (May et al., 2018) Estos priors diferentes traen diversidad que enriquece la investigación y la opinión pública.

Los economistas cumplen un rol particular en ser “formadores de opinión” en las sociedades, en muchos casos con fuerte influencia sobre decisiones del ámbito público y privado. La ausencia de mujeres en estos espacios y la amplificación de las mismas voces (en muchos casos economistas hombres replicando sobre todo opiniones de otros economistas hombres) genera un círculo vicioso —a veces no intencional— que deviene en menor visibilidad y participación de economistas mujeres en la discusión económica de los países.

Reconocer que existe esta brecha —especialmente por economistas hombres— sería un primer paso para reducirla. En un mundo ideal no habría que estar contando mujeres en conferencias, academia ni espacios de opinión. Hablamos por muchas mujeres al decir que esto no es algo que hagamos con placer. A nosotras también nos aburre. Pero a veces las diferencias son tan evidentes que rompen los ojos, y son sólo un primer síntoma de un problema profundo. Algo para pensar de camino a un nuevo 8 de marzo.

(1) American Economic Association, 2021, https://www.aeaweb.org/content/file?id=13968

(2)  The Conversation, 2021, “The gender gap in economics is huge – it’s even worse than tech.”

Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia

El Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, que se conmemora cada año el 11 de febrero, fue aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas con el fin de lograr el acceso y la participación plena y equitativa en la ciencia para las mujeres y las niñas, y además para lograr la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres y las niñas. Este Día es un recordatorio de que las mujeres y las niñas desempeñan un papel fundamental en las comunidades de ciencia y tecnología y que su participación debe fortalecerse.

La brecha de participación de mujeres y varones en los ámbitos de Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas (STEM, por sus siglas en inglés) es una constante en todo el mundo. Pero la brecha no es solo de participación, sino de menores sueldos y mayores estereotipos. Si sos mujer y estás leyendo esto, pensá en el primer juguete que te regalaron. No sería una excepción que te hayan regalado una cocinita o una muñeca y no un libro con experimentos de ciencia o un set para armar construcciones “para niños”. Muchas veces se les ofrece a las niñas juguetes asociados a los roles que se espera de ellas en la sociedad y muchas de estas veces es de manera inconsciente.

¿Cuál es la principal consecuencia de la falta de participación de mujeres en STEM?

La principal consecuencia es que el 50% de la población mundial no está representada en las producciones científicas y tecnológicas. En todo el mundo, sólo el 33% del personal de investigación está compuesto por mujeres. Además, reciben menos fondos de investigación que los varones, y tienen menos probabilidades de lograr un ascenso. En el sector privado se observa una situación similar, las mujeres ocupan menos cargos directivos en las empresas y puestos técnicos en las industrias tecnológicas. Las mujeres representan tan sólo el 22 % de las y los profesionales que trabajan en el campo de la inteligencia artificial y el 28 % de las personas graduadas en ingeniería. Las áreas STEM, se encuentran actualmente en plena expansión y ofrecen amplias oportunidades para quienes las integran, al tiempo que son clave en los procesos de desarrollo de los países. 89% de lo que hacemos en internet (previo al COVID-19) está relacionado con aplicaciones móviles, y solo el 6% de las aplicaciones móviles en el mundo fueron desarrolladas por mujeres.  En el campo de la medicina, por ejemplo, la mayoría de los estudios médicos son liderados y testeados mayoritariamente en varones, y por esto, en algunos casos no consideran contraindicaciones en mujeres.

“Seamos sinceros, todo el mundo en la comunidad biomédica se ha pasado la vida estudiando un sexo u otro. Y normalmente es el masculino”, dice el biólogo Steven Austad. Cuando se trata de la maquinaria básica de nuestro cuerpo, los científicos han asumido a menudo que estudiar un sexo es lo mismo que estudiar el otro“.

En 2011, la investigadora de la salud Annaliese Beery, de la Universidad de California en San Francisco, y el biólogo Irving Zucker, de la Universidad de California, Berkeley, publicaron un estudio en el que analizan los sesgos de sexo en la investigación con animales en un año de muestra: 2009. De los diez campos científicos que investigaron, ocho mostraron un sesgo masculino. En farmacología, el estudio de las drogas médicas, los artículos que informaban únicamente sobre los varones superan en cinco a uno a los que informaban solo de las mujeres. En fisiología, que explora el funcionamiento de nuestro cuerpo, la proporción era de casi cuatro a uno. Es un problema que también se da en otros rincones de la ciencia. En la investigación sobre la evolución de los genitales (partes del cuerpo que sabemos con certeza que son diferentes entre los sexos), los científicos también se han inclinado por los varones. En 2014, biólogos de la Universidad Humboldt de Berlín y de la Universidad Macquarie de Sydney analizaron más de trescientos artículos publicados entre 1989 y 2013 que trataban sobre la evolución de los genitales. Descubrieron que casi la mitad solo se ocupaba de los machos de las especies, mientras que sólo el 8% se ocupaba de las hembras. Un periodista lo describió como “el caso de las vaginas desaparecidas”.

Cuando se trata de la investigación médica, la cuestión es más complicada que el simple sesgo. Hasta alrededor de 1990, era habitual que los ensayos médicos se realizaran casi exclusivamente con varones. Y había buenas razones para ello. “No se quiere dar el fármaco experimental a una mujer embarazada, y no se quiere dar el fármaco experimental a una mujer que no sabe que está embarazada pero que realmente lo está”, explica Arthur Arnold. El terrible legado de las mujeres a las que se les administró talidomida para las náuseas matutinas en la década de 1950 demostró a los científicos lo cuidadosos que deben ser antes de administrar fármacos a las futuras madres. Miles de niños nacieron con discapacidades antes de que la talidomida fuera retirada del mercado.

Los niveles hormonales fluctuantes de una mujer también pueden afectar su respuesta a un medicamento. Los niveles hormonales de los varones son más “consistentes”. “Es mucho más barato estudiar un sexo. Así que si vas a elegir un sexo, la mayoría de la gente evita a las mujeres porque tienen estas “hormonas enredadas”. Así que los investigadores emigran al estudio de los varones. “En algunas disciplinas hay un sesgo masculino vergonzoso”, añade. Esta tendencia a centrarse en los varones puede haber perjudicado la salud de las mujeres.

Por ejemplo, las mujeres que van a sufrir un infarto de miocardio (ataque al corazón) tienen más probabilidades de presentar síntomas como insomnio, aumento de la fatiga, dolor en cualquier parte de la cabeza hasta el pecho, las semanas antes de sufrir un ataque al corazón. En cambio, los varones son menos propensos a tener esos síntomas y es más probable que presenten el clásico dolor torácico “aplastante”. Dadas estas diferencias, es plausible que la exclusión de las mujeres de los ensayos de medicamentos durante tantos años haya afectado su salud.

A su vez, no incluir mujeres en los ensayos clínicos implica no saber si los fármacos suministrados tienen los mismos efectos en mujeres y varones. El primer ejemplo es la digoxina, que se utiliza desde hace tiempo para tratar la insuficiencia cardíaca. En 2002, los investigadores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Yale decidieron echar un vistazo a los datos sobre la digoxina, analizando sus efectos en función del sexo. Entre 1991 y 1996, los investigadores habían llevado a cabo ensayos aleatorios con pacientes cardíacos que utilizaban digoxina. Comprobaron que no afectaba a la duración de la vida del paciente, pero sí reducía, en promedio, su riesgo de hospitalización. Pero el equipo de Yale observó que el fármaco se probó en aproximadamente cuatro veces más varones que mujeres, y no respondieron de forma idéntica. Una proporción ligeramente mayor de mujeres que tomaron digoxina murieron antes que las que tomaron un placebo. En el caso de los varones, las diferencias entre los que tomaban el fármaco y el grupo de placebo eran mucho menores. La diferencia según sexo, concluyeron, “habría quedado neteada por el efecto del tratamiento con digoxina entre los varones”. Pero la ciencia nunca se detiene. El resultado de la Universidad de Yale resultó más tarde no ser lo que parecía. Estudios más recientes, incluyendo uno con un grupo de muestra mucho más grande publicado en el British Medical Journal en 2012, han sugerido que de hecho no hay un riesgo sustancialmente mayor de muerte para las mujeres por el uso de digoxina en absoluto.

El segundo ejemplo es el fármaco para el insomnio zolpidem, comúnmente vendido en los Estados Unidos bajo la marca Ambien (en Uruguay también es una fármaco “popular” y se vende bajo el nombre comercial Somit). Mucho después de que se aprobara su comercialización, una investigación reveló que las mujeres a las que se les administraba la misma dosis que a los varones eran más propensas a sufrir somnolencia matutina. Ocho horas después de tomar zolpidem, el 15 por ciento “de las mujeres, pero solo el 3 por ciento de los varones, tenían suficiente cantidad del fármaco en su organismo como para aumentar el riesgo de sufrir un accidente de tráfico”. A principios de 2013, la FDA tomó la histórica decisión de reducir la dosis inicial recomendada de zolpidem, reduciéndose a la mitad para las mujeres. “El zolpidem es una especie de caso señal”, dice Arthur Arnold. La digoxina y el zolpidem ponen de manifiesto la importancia de incluir el sexo como variable en la investigación médica.

Estos son ejemplos cotidianos importantes que explican por qué es importante saber que las mujeres no estamos representadas. Tenemos que incentivar a las niñas en estos campos, primero, porque son en donde actualmente hay mayor producción y desarrollo. Por otro lado, si bien los estereotipos de género se terminan de constituir a los 7 años, se perpetúan en la adolescencia, que es cuando nos encontramos la proyección de los tipos de carreras en las que las jóvenes quieren desarrollarse.

¿Qué sucede con los estereotipos y la participación de mujeres y niñas en áreas STEM?

Los meta-análisis muestran consistentemente que las niñas y los niños son, en promedio, mucho más similares que diferentes. Por ejemplo, una de las diferencias de género en matemáticas, basada en 100 estudios y pruebas a más de tres millones de personas, encontró que las niñas superaron a los niños en general en la escuela primaria, no hubo diferencias en la escuela secundaria y solo hubo una ventaja masculina muy leve para la resolución de problemas complejos.

La distribución de mujeres y varones en las disciplinas académicas parece verse afectada por las percepciones de “brillantez”. Bian et al. (2018) estudió a niños y niñas pequeños para evaluar cuándo emergen esas percepciones diferenciales. A los 5 años, los niños parecían no diferenciar entre niños y niñas en la expectativa de “realmente, realmente inteligente”, la versión infantil de la brillantez adulta. Pero a los 6 años, las niñas estaban preparadas para incluir a más niños en la categoría de “muy, muy inteligente” y para alejarse de los juegos destinados a los “realmente, realmente inteligentes”. Estos hallazgos sugieren que las nociones de brillantez de género se adquieren de manera temprana y tienen un efecto inmediato en los intereses de los niños.

Es posible que nunca hayas escuchado hablar de esto, pero los experimentos de Draw-a-Scientist se han llevado a cabo desde los años sesenta. La prueba es tan simple como parece, se les pide a los niños que dibujen un científico/a, pero los resultados dicen mucho sobre los estereotipos de género. En 1983, el científico social David Chambers publicó un estudio que analizó los dibujos de casi 5.000 niños y niñas de Estados Unidos y Canadá durante 11 años (19661-1977). Chambers encontró que, aunque los científicos parecían muy diferentes, eran casi todos varones. Solamente el 1% de los niños y niñas, que tenían entre cuatro y ocho años, dibujaron a una científica y todos eran niñas.

Desde entonces, las mujeres han entrado en los campos científicos en un número cada vez mayor. Esto hizo que el estudiante de doctorado de Northwestern University, David Miller, se preguntara si las percepciones de los niños sobre los científicos habían cambiado. Miller et al. (2018) examinaron el valor de cinco décadas de esta prueba, analizando los dibujos de 20.000 niños entre 1985 y 2016. La buena noticia: con el tiempo, más niños dibujaron a científicas. En 1985, el 22% de los niños dibujaban a una científica en promedio. En 2016, el 34% de los niños lo hizo. En promedio, el 28% de los niños dibujaron a una científica, mucho más alta que el 1% original.

No obstante, las noticias no son todas positivas: los niños más pequeños tenían más probabilidades de dibujar a mujeres científicas. La tendencia al estereotipo aumenta con la edad. Los niños de cinco y seis años dibujaron aproximadamente 50/50 científicos y científicas. Pero a la edad de ocho años, era mucho más probable que dibujaran a un científico.

Más niñas que niños dibujaron a científicas, en promedio, dibujaron al 70% de los científicos como mujeres a los seis años. Sin embargo, a los 10 u 11 años, esta tendencia comenzó a revertirse. A los 16 años, en promedio, las niñas dibujaban solo el 25% de los científicos como mujeres. Los niños siempre fueron más propensos a dibujar científicos: 83% a los seis años, llegando al 98% a los 16 años.

Uruguay no es la excepción, podemos analizar la evolución de las brechas de género en el desempeño en matemática a través de los años. En la prueba INDI (2017) que se realiza en niños y niñas de 4 y 5 años. hay una brecha a favor de las niñas, en las pruebas TERCE (2013) no hay diferencias en el desempeño de niñas y niños; no obstante, en las pruebas PISA cuando los jóvenes se encuentran en secundaria los varones tienen un mejor desempeño.

Miller reflexiona: “Los maestros y los padres, por lo tanto, deben ser conscientes de que la escuela primaria y la secundaria son un período crítico cuando los estudiantes comienzan a formar estereotipos sobre los científicos. Los niños deben estar expuestos a diversos ejemplos de científicos que van más allá de los típicos científicos varones blancos que generalmente se presentan en las aulas”.

¿Cómo pueden padres, madres y cuidadores estimular a las niñas para que se interesen en STEM desde la primera infancia?

Esta pregunta tiene que ver con los estereotipos que se inician desde simples frases que Melina Masnatta define como “killer phrases” (frases matadoras en inglés), que suelen decir algunas personas como: “esta es una carrera para varones” (sí, créanme sigue sucediendo) o “va a ser muy difícil porque vos no sos buena en matemática”. Esas frases limitantes van construyendo caminos también limitantes para estas jóvenes.

Otro punto se relaciona con la poca confianza en los recursos digitales que tienen las niñas y jóvenes. Muchas veces en sus familias la primera consola de videojuegos o los estímulos tecnológicos, matemáticos y científicos se lo suele regalar a los niños y no a las niñas. Esto impacta la confianza que se va adquiriendo en esos recursos digitales.      

Numerosos estudios muestran la asociación entre estereotipos de género de padres, madres y cuidadores y sus creencias sobre las habilidades matemáticas de sus hijos. Siendo estos procesos mayormente inconscientes, ¿cómo, entonces, podemos luchar contra el prejuicio de que las niñas son menos habilidosas en terrenos STEM?

  • El primer desafío es que las personas que educan y sus entornos más cercanos empiecen a descubrir, a imaginarse que estas jóvenes son potenciales profesionales en estos ámbitos.
  • El segundo punto es acercarle a las niñas y jóvenes diferentes experiencias relacionadas con estas disciplinas porque en general no hay un estímulo desde lo lúdico ni desde otros roles, se los empieza a vedar desde temprana edad.
  • El tercer punto, y esto es un desafío más regional, es que hay un gran desconocimiento sobre qué significa trabajar en STEM. Existe este estereotipo que aleja mucho porque nos imaginamos a alguien que está en Silicon Valley. Muchas veces en nuestros países no nos imaginamos, por ejemplo, lanzando satélites. Si bien la falta de conocimiento sobre cuáles son los desarrollos y las carreras que se pueden estudiar es un tema que no distingue de géneros, sí hay una fuerte barrera de género en la participación en STEM. Por ejemplo, varias investigaciones demuestran que las mujeres se dedican más a tareas vinculadas con el cuidado como la medicina. Y dentro de la medicina, en general, van a determinadas áreas. Eso también habla de un camino sesgado en el recorrido.
  • En cuarto lugar, faltan redes y comunidades que incentiven y se conecten con otros ecosistemas. Muchas universidades dan charlas para incentivar la inscripción en carreras STEM pero esto también se desconoce y no hay una articulación con el nivel educativo medio y con el nivel inicial. Los museos de ciencia en diferentes países, tienen muchísimas actividades y desarrollos para niños y niñas pero tampoco hay una articulación con otros niveles ni con las familias.
  • Por último, hay desconocimiento sobre las oportunidades profesionales y sobre qué significa trabajar en STEM y qué habilidades se precisan para estos campos. Por ejemplo, tecnología, es un ámbito muy requerido y los salarios son, en promedio, más altos. Esta es una oportunidad profesional que las familias deberían incentivar porque para las mujeres puede significar lograr un balance entre trabajo y vida personal y les permite desarrollarse a la vez que tener un sueldo competitivo en el mercado.

¿Cómo pueden las políticas públicas especializadas en desarrollo infantil incentivar la participación de las niñas y mujeres en STEM?

Se pueden mostrar roles modelo cercanos con un proceso que a veces es muy difícil que es reconocer dónde están esas mujeres, quiénes son y hacerlo un entorno amigable. En Uruguay hay organizaciones como Girls in Tech, Mujeres IT, R-Ladies MVD, PyLadies Uruguay, entre otras.

Uno de los puntos cruciales es generar datos y armar campañas para que la población entienda que si no tenemos ingenieras o ingenieros, si no tenemos capacidad productiva, estamos perdiendo como países. Algunos de esos incentivos se pueden realizar desde las políticas públicas: campañas de comunicación, de tomar datos, de medir, de decirle a la sociedad por qué es importante que haya mujeres en estos sectores.  

Esta evidente subrepresentación de las mujeres limita nuestra capacidad para encontrar soluciones sostenibles e inclusivas a los problemas modernos y construir una mejor sociedad para todas las personas.